“¡Rufinoooo…!”, lo saludaban al paso. Él devolvía una sonrisa, o levantaba la mano. A veces, simplemente, una mirada. Y seguía a toda velocidad, porque caminaba apurado. De repente frenaba para concentrarse en una vidriera. Apasionado por la ropa, se vestía con insólitas combinaciones policromáticas. El pañuelo, infaltable. Así, a fuerza de transitar el centro durante décadas, fue mimetizándose con el paisaje hasta convertirse en un personaje urbano. Pero de pronto el infaltable recorrido por el Mercado del Norte empezó a espaciarse. Y un día no volvió más. Rufino Requejo había muerto, a los 79 años.
Había nacido en barrio Norte, cuando la calle Marcos Paz entre Maipú y Junín todavía funcionaba como patio de juegos. Su papá –el “Gallego” Requejo- era carnicero. La vejez lo llevó lejos, a Villa Muñecas. En el medio transcurrió una vida marcada por la desinhibición, por la sorpresa que provocaba a su paso en un Tucumán desacostumbrado a las transgresiones. En los peores momentos, cuando la violencia política copaba las veredas, cuando la represión hacía todavía más negras las noches, Rufino seguía siendo Rufino. Fue, a su manera, un valiente.
Una entrevista quedó inmortalizada en YouTube. Frente a la cámara, coqueto, absolutamente original, Rufino confiesa algunas vivencias. Sólo algunas. A la mayoría se las guardó para siempre. De su corazón y de sus elecciones Rufino fue un guardián celoso. Cuando se bajaba de la motito, una marca registrada de su devenir ciudadano, marchaba con la frente alta. Parecía inmune a los comentarios, a los ceños fruncidos, a las groserías y a la discriminación. Por supuesto que no lo era. Jamás se rindió. Fue, hasta el último momento, Rufino. Y así se ganó el respeto.